La Huella Morisca


No es cierto que los españoles hayamos innovado poco en tantos campos del quehacer humano como otros pueblos. A la creación de la primera y genial novela moderna habría que sumar otras grandes innovaciones productos del genio hispano que pasan más olvidadas pero que han tenido increíbles consecuencias en la Historia de la Humanidad. Por ejemplo la invención de la limpieza étnica que en dos grandes tandas llevaron a cabo los monarcas españoles con la interesada ayuda de la Iglesia Católica que eliminaba con ella competencias menores a lo largo del siglo XVI, la Inquisición como método de probada eficacia para unificar criterios, el campo de concentración que se usó por primera vez en la Guerra de la Independencia en la isla de Cabrera para encerrar a los prisioneros franceses y la doble innovación del arte militar: bombardeo aéreo de poblaciones civiles indefensas y el uso de gas para ello contra los aduares rifeños en la invasión española del Rif.

Todas ellas han dejado profundas huellas en el alma española como pudo comprobarse en las secuelas del golpe de estado fascista de 1936, en forma de guerra despiadada y de genocidio posterior. Pero la que más lo ha hecho fue sin duda la primera, la extirpación de un porcentaje de la población española que no respondía a los cánones unificatorios que habían planteado los planificadores de la monarquía católica: judíos primero y moriscos después. Por algo en ella se funda la UNA, GRANDE y LIBRE que comienza de nuevo a despertar después de un breve periodo de aletargamiento.
De esas huellas que han quedado en lo que podríamos llamar metafóricamente el alma española de aquellos hechos es de lo que trata el libro que ayer se presentó en la Casa de Sefarad: La Huella Morisca (El Al Ándalus que llevamos dentro) de Antonio Manuel. En Almuzara.

Libro difícil de catalogar, a caballo entre el ensayo y el libro de vivencias, pero que yo he disfrutado como un sabroso guiso casero mixto de iluminaciones. Un buen puñado de intuiciones y otro igualmente abundante de evidencias cocido todo en el caldo rico del apasionamiento autoconsciente. Antonio Manuel nos va desvelando lentamente las cicatrices que dejaron los inevitables desgarros que produjo aquel virulento arrancamiento de españoles del territorio común. Y si algunos son de sobra conocidos y hasta los encontramos en los escaparates donde se expone la quincalla españolista para consumo de tour operators o de exaltadores de casticismos casposos, caso de los arabismos del diccionario, otros son absolutamente inéditos y por lo mismo, sorprendentes. Por poner un ejemplo, Antonio Manuel explica con una claridad meridiana el origen morisco de la apariencia de las vírgenes que procesionan en Andalucía en Semana Santa y cuyo atuendo y complementos algunos habíamos señalado un poco a ciegas como sospechosamente parecidos a la estética de las novias bereberes. O el origen de tantos trabalenguas populares anclados en las memorias seculares de los profundos pueblos serranos y que no son sino oraciones islámicas camufladas. O el asombroso parecido de la fiesta de la matanza del cerdo con la fiesta del cordero musulmana. Y, retomando una vieja intuición de Félix Grande, el entronque del flamenco con la música del huído, del bandolerizado, de los monfíes que se vieron obligados a vivir a salto de mata en los roquedales de nuestras sierras, a salvo de los migueletes de la Inquisición. Y su relación, en la clandestinidad y la marginalidad, con el pueblo gitano.
Pero sin duda donde Antonio Manuel se muestra sencillamente reondo (mudawer, de donde viene el nombre de su pueblo, Almodóvar) es en la adaptación del concepto usado en Física de resiliencia (la capacidad de los materiales para recobrar su aspecto primitivo después de sufrir una deformación) al campo de la psicología: capacidad de una persona o grupo para sobreponerse a traumas vitales y proyectarse fortalecido en el futuro. Y es que la tesis fundamental de Antonio Manuel es que la expulsión fue un fracaso, un trauma terrible que convirtió a España en un enfermo mental con un insufrible complejo de personalidad, pero un fracaso como intento de extirpamiento de todo rastro de la diferencia, deporte nacional español desde entonces. Los descendientes de aquellos moros o marranos, más españoles que muchos de los católicos que los expulsaron o convirtieron a la fuerza, fueron quienes custodiaron sin saberlo la memoria sensorial del exilio interior que padecieron sus padres. Y que somos nosotros mismos.
Una de los más visibles consecuencias es que la necesidad de armarios para esconderse ha sido una constante continua para millones de ciudadanos que han sufrido desde entonces la vesania del estado nacionalcatólico. Judeomoriscos, un tiempo, republicanos después y, siempre, los homosexuales. Lo realmente oprobioso es que a estas alturas del siglo XXI siguen siendo necesarios esos armarios.
Yo no estoy de acuerdo con algunas de las cosas que dice Antonio Manuel, creo que algunos argumentos están demasiado traídos por los pelos y que al libro le falta una breve bibliografía, pero me parece una obra de imprescindible lectura para todo aquel que quiera conocerse y conocer el ámbito cultural en que se vive. Antonio Manuel nos lleva, linterna en mano, al desván donde se guardan los secretos que esconde y que explican que la bonita fachada que la España oficial ha laboriosamente levantado es una tremenda impostura. Pero no pude ayer, por razones de trabajo, asistir a la presentación, aunque el libro lo tengo y leído desde hace semanas. Desde principios de año (en Córdoba se cumplió el 400 aniversarios en febrero) he estado pendiente de todos los escritos y las conferencias que he podido conseguir para reavivar mi conocimiento de un tema que me ha apasionado siempre. Y en ellas he vuelto a encontrar esas diferencias entre los historiadores que consideran que se quedaron muchos moriscos y lo que consideran que los que lo hicieron forman una insignificante minoría. Ello no es relevante para el corpus proposicional del libro de Antonio Manuel, pero sí desde el punto de vista de la historiografía canónica. Muy interesantes son las diferencias entre el gran especialista Bernabé Pons, defensor del triunfo administrativo de la expulsión y Trevor J. Dadson, que ha escrito un voluminoso libro demostrando que en al menos un pueblo manchego, Villarrubia de los Ojos la inmensa mayoría de los moriscos regresaron y se camuflaron, lo que le lleva a pensar que no fue un caso único.

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